viernes, 31 de agosto de 2007

El Camino

Con frecuencia le había advertido el Moñigo:
-Al marcharte no debes llorar. Un hombre no debe llorar aunque se le muera su padre entre horribles dolores.
Daniel, el Mochuelo, recordaba con nostalgia su última noche en el valle. Dio media vuelta en la cama y de nuevo atisbó la cresta del Pico Rando iluminada por los primeros rayos del Sol. Se le estremecieron las aletillas de la nariz al percibir una vaharada intensa a hierba húmeda y a boñiga. De repente, se sobresaltó. Aún no se sentía movimiento en el valle y , sin embargo, acababa de oír una voz humana. Escuchó. La voz le llegó de nuevo, intencionadamente amortiguada:
-¡Mochuelo!
Se arrójó de la cama, exaltado, y se asomó a la carretera. Allí abajo, sobre el asfalto, con una cantarilla vacía en la mano estaba la Uca-Uca.
Le brillaban los ojos de una manera extraña.
-Mochuelo, ¿sabes? Voy a la Cullera a por la leche. No te podré decir adiós en la estación.
Daniel, el Mochuelo, al escuchar la voz grave y dulce de la niña, notó que algo muy íntimo se le desgarraba dentro del pecho. La niña hacía pendulear la cacharra de la leche sin cesar de mirarle. Sus trenzas brillaban al sol.
-Adiós, Uca-uca -dijo el Mochuelo. Y su voz tenía unos trémolos inusitados.
-Mochuelo, ¿te acordarás de mi?
Daniel apoyó los codos en el alféizar y se sujetó la cabeza con las manos. Le daba mucha vergüenza decir aquello, pero era ésta su última oportinudad.
-Uca-uca... -dijo, al fin-. No dejes a la Guindilla que te quite las pecas, ¿me oyes? ¡No quiero que te las quite!.
Y se retiró de la ventana violentamente, por que sabía que iba a llorar y no quería que la Uca-uca le viese. Y cuando empezó a vestirse le invadió una sensación muy vívida y clara de que tomaba un camino distinto del que el Señor le había marcado. Y lloró, al fin.

Miguel Delibes, El Camino. 1950.

Alguna vez todos hemos sido como Daniel, el Mochuelo.

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